La ciudad y sus monstruos
Rosaura nació marcada por una caprichosa forma violácea que cubría la mitad de su cara y que hinchaba sus labios hasta hacerlos irreconocibles. Siempre supo que era diferente, no tenía más que mirar a su alrededor, pero no se sintió distinta hasta que un día en el patio del colegio los compañeros entonaron el grito de: ¡Rosaura es un monstruo! ¡Rosaura es un monstruo!
Monstruo, monstruo… Persona muy fea que causa espanto. Palabras malditas que resonaban en sus oídos sin poder acallarlas. Sin consuelo corrió buscando refugio en las faldas de su madre; se le abrazó y allí, entre arrullos y caricias, secó sus lágrimas y sus miedos cuando ella con su dulce voz le susurró que era preciosa, y que su mancha la hacía única. No tenía más que observar que en el pueblo no existía nadie como ella.
Entre risas y miradas, descaradas unas y esquivas otras, transcurrió su juventud. Recién cumplidos los veinte emprendió la huída hacia la gran ciudad. Deseaba perderse en la maraña de sus calles y avenidas; ocultarse entre la multitud para pasar desapercibida, para dejar de ser única, de ser un monstruo.
Durante un tiempo vagabundeó por la ciudad, sin hallar lo que buscaba. No existía nadie como ella, su madre le había mentido.
Desesperada se dejó engullir por la ciudad para terminar cautiva de la anestesia que las drogas ejercían sobre su intenso dolor y esclava de la amnesia que el alcohol le producía ayudándole a olvidar su terrible fealdad.
Una noche de invierno gélida y lluviosa, aceptó una dosis que un extraño con el que se cruzó le regaló. Al poco se sumió en un estado de inconsciencia del que no despertó.
Tumbada en la fría mesa de acero, espera su turno.
—¡Dios mío! Si no me equivoco es la sexta víctima de esta semana que tiene “una mancha en vino de Oporto” en la cara y que muere por sobredosis. Demasiada coincidencia… Parece que tenemos entre manos “un ángel exterminador”.
—Un monstruo —sentenció la ayudante del forense.