El psicoanalista Bruno Bettelheim, en su libro, El significado de los cuento de hadas, plantea que los cuentos infantiles son claves para cubrir determinados intereses y necesidades surgidos en el desarrollo y crecimiento del niño. Los diferentes significados que acompañan a su lectura pueden ser recogidos y aplicados por los infantes, además de ofrecer a su imaginación nuevas dimensiones a la que le sería imposible llegar por sí mismo. Del mismo modo, la temática de los cuentos suele sustentarse en problemas universales que preocupan al niño, ofreciendo una educación moral mediante algo tangiblemente concreto y lleno de contenido.
Llevamos muchos
años asistiendo a un acoso y derribo de la literatura infantil clásica —los
llamados cuentos de hadas—, tachados de sexistas, clasistas, inadecuados,
alarmistas…etc. Sin embargo, a veces es bueno echar la vista atrás, hacia
aquello que por clásico no deja de tener vigor, porque ahí puede que esté la
enseñanza que queremos transmitir.
En
1697, Charles Perrault, recogió en un volumen de cuentos, una leyenda de
tradición oral surgida en Centroeuropa, con la intención de
prevenir a las niñas de encuentros con desconocidos. Se trata de el cuento de Caperucita Roja que pretendía remarcar los peligros de las niñas cuando abandonaban el poblado seguro y se adentraban en el bosque. Simbólicamente es muy rico:
Caperucita Roja representa la ingenuidad pero también el atrevimiento, la transgresión de la norma. De hecho, la capa roja indica al mismo tiempo inocencia y pasión.
El camino a casa de la abuela simboliza los peligros de conlleva transitar por parajes desconocidos.
El lobo representa la maldad, las malas intenciones de los sujetos que pueblan ese camino. La abuela es un claro ejemplo de lo fácil que es hacerse pasar por otro, esconder la identidad propia y la feliz mamá, crédula, confiada de su hija, que no solo no toma precauciones sino que la expone aunque sea de manera inconsciente al peligro.
En la actualidad no sé que uso se hace de este cuento —yo sí recuerdo habérselo contado a mi hija—, pero tengo claro que es de plena vigencia. Basta con que lo adecuamos a la realidad diaria y su moraleja, «no fiarse de las personas en general pues no sabemos sus intenciones», seguirá siendo válida.
Son muchos niños los que se se adentran en el mundo virtual (el bosque), ingenuos, inocentes y, al mismo tiempo, atrevidos, con ansia de conocer qué hay más allá de la pantalla sin que sus padres adviertan el peligro que conlleva. Los acosadores en general, depredadores psicológicos, sexuales (los lobos), acechan por los rincones de las redes sociales a la espera de saltar sobre sus víctimas. Pero no lo harán directamente sino con engaños, con juegos, con golosinas irresistibles para ellos que nunca rechazarían. Más adelante, se disfrazarán de personas cercanas (la abuela), y aunque intenten cerciorarse de que realmente están tratando con alguien de confianza, su inmadurez les impedirá advertir el peligro y caerán de pleno en las garras del lobo, del depredador. ¿Y dónde estaba el cazador que salva a la niña y mata al lobo? Por desgracia para muchas de estas niños, en la actualidad, el cazador no apareció y sucumbieron. No hubo un final feliz.
Y por eso me reitero en que siguiendo la tradición oral debemos levantar la voz, pregonar los peligros que se derivan de una mal uso de Internet; crear estrategias, dotar de armas suficientes (cazadores) que ayuden a nuestras/os Caperucitas/os a comprender lo arriesgado de caminar por ese frondoso bosque virtual, a fin de que lo hagan con seguridad y sin «entablar conversaciones con extraños».